El sentimiento sin nombre

Es sentirla. Su presencia, tácita, ajena, merodear tu rostro, como un fantasma o un susurro de la eternidad en lo efímero.

Es un sentimiento suicida, innombrable, un retazo de luna llena a la que aullas cada noche de deseos mutilados por la realidad presente.

Más aún: es odiarla, es el veneno por haberla querido tanto.

Es cada vez que llaman a tu puerta rogar por ver su luz llenar la hendija del umbral, y es abrir y toparse con que allí no hay nadie que no esperes.

Es cruzar su terreno, mirar hacia ambos lados antes de cruzar. Rastrear su presencia entre los transeuntes, esperando verla y darle la sorpresa atemporal de tu existencia invocándola.

Y es decir poco: Es inspirar fuerte en las noches el aire que nos rodea, buscando reminiscencias de su perfume, para sumergirnos en un kairós de sensaciones, explorando los sentidos hasta el fondo... Es sentir las voces que dicen amores, transmutar a gemidos en la oscuridad del dormitorio.

Es girar el cuello y contemplar la cama, un torpe mueble que reclama por ese cuerpo que ya no lo visita. Es resignar orgasmos, besos, caricias, bofetadas.

Es maquinar conclusiones inauditas en el transcurso de la madrugada, cargando el tambor del revolver con frustraciones. Es escuchar tras cada uno de los disparos en la noche...

“No lo hice”...

“Debí haberlo hecho”...

“¿Por qué no lo hice?”...


¿Es amarla?